Humanos y naturaleza

Dos palabras que a menudo se encuentran separadas y que la mayoría de la gente las entiende como cosas diferentes. Cuando hablamos de naturaleza nos referimos a todo lo que es natural, a todo lo que no ha sido alterado por la mano humana. Solemos identificarla con las cosas que están en libertad o que sencillamente la representan. En general, cuando pensamos en esta palabra, nuestra mente tiende a crear un simbolismo idealizado vinculado a las montañas, los mares, los animales y las plantas. Es difícil encontrar una representación de esa naturaleza donde aparezcan figuras humanas, de hecho, tendríamos que esforzarnos para visualizarnos así. No sale de forma orgánica pues como individuos nuestra visión del mundo está claramente separada.


Existe una ruptura profunda que nos aleja de la naturaleza aunque en realidad somos exactamente eso, parte de la misma. Como seres humanos formamos parte de la naturaleza y es un grave error considerar que somos algo diferente. Esta separación, en la que el resto de seres vivos son algo lejano a nosotros, podría remontarse a la visión antropocéntrica surgida a principios del s.XVI y que da paso a la Edad Moderna. Tras siglos de teocentrismo, que también supusieron una separación progresiva, es con esta visión del mundo donde realmente comienza el distanciamiento más tangible. El concepto de la moral que impera a partir de entonces es absolutamente determinante para que se fracture nuestra relación con la naturaleza y el sentirnos parte de la misma.


En otras culturas esta separación no existió hasta que aparecieron los europeos con sus dogmas y pragmatismos intelectuales. Poco a poco, fuimos generando una distancia cada vez más grande hasta llegar a transitar una realidad como la actual donde ir a un bosque o ver un atardecer son acontecimientos dignos de retratar en fotografías como momentos extraordinarios. Respirar la tierra mojada, ver amanecer o bañarse desnudo en el mar parecen, en esta “sociedad avanzada”, lujos casi místicos. La gente está tan desconectada de su origen y de su esencia que sienten todas estas situaciones como algo especial, único y preciado. Lo cierto, es que somos parte de las mismas y que para estar en equilibrio sería recomendable integrarnos en dichas experiencias, es decir, ser parte de ellas como energía activa no como meros espectadores pasivos. Somos algo más grande y poderoso que materia mental, somos también materia física, tangible y densa que nos habilita para conectar con todo aquello que percibimos desde ángulos precisos. Estamos diseñados así y gracias a nuestro diseño humano tenemos la capacidad de conectarnos al mundo. Podemos dejar de lado el móvil por un momento y escuchar, es muy gratificante. Parece como si nos hubiéramos anestesiado antes incluso de haber respirado la primera bocanada de identidad natural. Dormidos o adormilados, somos herederos de una cultura sesgada sobre la cual se han edificado los pilares de la ruptura. Ruptura antinatural que nos mantiene alejados de la impronta animal, de nuestros instintos y lecturas vitales propias de nuestra especie. Esto, por extraño que suene, es en realidad una de las principales causas de nuestra pérdida de rumbo y de nuestro vacío existencial. Hemos cerrado nuestros sentidos para adaptarnos a un mundo donde “no son relevantes” cuando nuestra propia condición natural implica un diseño donde son fundamentales. ¿Qué nos está diciendo el canto de un pájaro? ¿Y su vuelo? ¿Por qué un árbol se inclina o decide erguirse sin límites? ¿Qué información nos trae el viento? ¿Qué sugiere un banco de peces aguja cuando te rodea a diez metros de profundidad?


Todas estas preguntas son fáciles de responder para los seres humanos que aún son y se sienten parte de la naturaleza. Tenemos capacidad para interpretarla y para observar cómo también nosotros somos parte activa de la misma. Nuestra forma de estar interfiere directamente en el medio que habitamos, seamos o no conscientes. Nuestro lenguaje no sirve para esto, no nos ayuda, ni nos conecta. Nuestra insaciable obsesión por intelectualizar las cosas supone una barrera de dimensiones enormes que no nos permite SER.

SER Y ESTAR dos verbos que dan lugar a un tercero: SENTIR. Cuando eres, estás y es entonces cuando sientes de verdad. Cuando estás, eres y es entonces cuando sientes otra vez. Cuando sientes de verdad, eres y estás en el momento presente. Aparece así la gratitud de ser, de sentir y de estar. La posibilidad de habitar tu estado primordial se abre ante ti y puedes recibir los dones para los que fuiste creado. Respirando tu propia naturaleza.

Somos hijos de culturas ancestrales donde la gratitud era el punto de partida. Gratitud por la vida, por nuestros hermanos los animales y nuestras hermanas las plantas. Gratitud por nuestra madre Naturaleza y por ser parte de ella. En la cultura Onondaga (hijos de la tierra que hoy conocemos como Estados Unidos) cada semana comienza con lo que ellos llaman: Palabras Que Van Antes Que Todo Lo Demás. Una forma de agradecer a la vida, tan antigua como el primer ser humano y que ordena las prioridades bajo la visión ancestral del mundo.

Esto que nos queda tan lejano, es en esencia lo que fuimos una vez. Un pueblo que habitaba un mundo con una misma naturaleza, una misma entrega y un mismo respeto hacia la vida que el resto de los seres.

Tato Sáenz

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